Hace unas fechas tuve el honor de recibir una invitación. Y qué honor. Y qué invitación. Empezaré por el final de lo acontecido para decir que quizás no sea trascendente para el que lea esta crónica, pero para el que la escribe, ¡claro que sí! Y muy importante. El honor es porque se trata de acompañar, arropar y asistir al lugar de esa invitación donde acontecería el pregón del inicio de unas fiestas bajo el amparo de San Jorge, Patrón del Pueblo de Alcalá de los Gazules, un pueblo, que tirado como un pegotito de cal blanca, blanca en el centro de la provincia de Cádiz, pronunciaría mi querido y admirado Maestro Don Juan Leiva. Y digo Don Juan porque es grande en su humildad, en su sencillez y en querer hacer ver a los demás el amor que nos deberíamos profesar los unos a los otros. Como digo, comenzaré por lo último. Y dijo al final del pregón: os voy a hacer una confidencia, cuando el señor alcalde me propuso ser el pregonero, me negué rotundamente. Era mucha la responsabilidad. Después lo medité y le dije que sí, pero para mis adentros, continuaba negándome. De todas las maneras me sentí alagado por tan inmerecido honor. Esto es solo lo que diré del pregón, porque aunque en el mismo recordara lo que fue y lo que es su pueblo; disertara sobre su historia, dijera en qué lugar se situaba geográficamente, qué pueblos influyeron en el enriquecimiento de su cultura, comentara su niñez por entre sus calles; ensalzara a sus padres y a sus hermanos, disertara sobre personajes ilustres y personas sencillas del lugar; se le llenara la boca de decir lo guapa que era su madre y lo atenta y prudente para con todos ellos, solo diré esto del pregón, porque si dijera algo más, posiblemente rompería la magia de esa humildad que le caracteriza y que es innata en él. Un trece. Un viernes. Un trece de abril, a las 20,30 de la tarde-noche fui invitado al pregón que daría en Alcalá de los Gazules, su tierra natal, mi querido Maestro, profesor y rector de mis años de juventud en el seminario menor de Pilas. Con gran alborozo hice mía esa invitación. ¡Gran alegría para mí! ¡Gran honor! Y… ¡claro! no podía faltar. Así que, con mi mujer, cogimos el coche y nos fuimos para Alcalá, para llegar a la Iglesia Parroquial del Mártir San Jorge, edificada sobre los restos de una mezquita. Quien no conoce Alcalá de los Gazules, no ha visto maravilla. Para llegar a ella, ¡fíjense, a ella!, como de mujer bella se tratara, hay que tocar su silueta de curvas perfectas y adentrarse por entre sus pechos de peñas, y ya allí, allí, entre sus calles o venas romanas, o moras, o cristianas, o ateas, o todas juntas de las que se nutre su cultura, llegar a la cima del éxtasis del pueblo para hacer presencia y acompañar, arropar, asistir y escuchar, que no oír, al hijo en la diáspora, al profesor emérito de lengua y literatura, al periodista, al escritor, como a él le gusta llamarse, a mi Maestro, como a mi, también, me gusta decirle, el pregón con la maestría campechana y llana, vació de pomposidad, de la buena gente. Protocolo sencillo, cercano y humano. Acto discreto, emocionante e interesante. Al final de los ¡vivas!, nos unimos todos en un aplauso clamoroso como abrazo duradero para siempre en el reconocimiento al hijo de la diáspora. |