Han pasado unos días desde mi vuelta de Roma, aunque lo que voy a escribir me viene runruneando en mi cabeza desde mi visita a la misma y al Vaticano, y he tenido el tiempo suficiente para sosegarme y reflexionar sobre lo vivido y visto en esa Ciudad Eterna, llena de ampulosidad, de misterios, de arte, de belleza, de imperio y de grandeza, lo mismo que el Vaticano en su expresión de riqueza más absoluta, buen gusto y derroche de perfección y exquisitez humana.
Pero no quiero hablar ni escribir sobre eso. No. Todo visitante a estos lugares dirán cosas parecidas y sin son sensibles a las artes, a las esculturas y a las arquitecturas, convendrán en enaltecer mucho más la visión de lo que hay allí.
Allá por la década de los años sesenta del siglo pasado oí por primera vez una alocución del padre Ramón Cué, J.S., sobre un Cristo Roto. Cristo Roto que encontró en la casa de los artistas de Sevilla, después de estar buscando algo parecido, entre chatarras, zapatos viejos, botas militares, cinturones de cuero, cuadros sobre mantas y en el suelo, etc., por el mercadillo de El Jueves, de Sevilla, del que era gran asiduo, con el que mercadeó regateando el precio con el anticuario porque le pareció caro lo que le había pedido por el mismo, uno aduciendo que eso estaba mutilado de una pierna, de un brazo y la cara la tenía partida, y todo esto sin cruz, y el otro, que era una magnífica pieza de arte inigualable. Al final, llegaron a un acuerdo, en donde se pedían tres mil pesetas, se quedaron en ochocientas. Una vez el jesuita en su casa a solas con el Cristo Roto, reflexionó y le habló sobre sus miserias y su comportamiento en la compra-venta. Se le vino a la mente Judas y su beso y más consideraciones. A partir de entonces, este hecho, me marcó en mis comportamientos y actitudes, decidiendo seguir los pensamientos y conductas del Cristo Roto a las enseñanzas de la Iglesia Oficial, donde como creyente y estudiante me encontraba en esos momentos. La farsa me superaba con creces y el Cristo Roto me cautivó.
Pasados los años, concretamente en el dos mil diez, me encuentro con otro Cristo Roto. Sí. Un Cristo que estaba en el muro de la capilla del Seminario Menor de Sevilla, en Pilas, al que tenía por testigo de mis rezos y plegarias estudiantiles con la visión puesta en ser portador de su palabra al mundo, del que desistí por aquello del jesuita y su Cristo Roto. El Cristo había sido descolgado innecesariamente de su lugar por los llamados Kikos, posiblemente porque les molestaba su presencia crucificada en aquel espacio, poniendo en su lugar un fantoche de mal gusto parecido a una tarjeta postal de grandes dimensiones con colores chillones, y en ese acto, lo desprendieron de la cruz, lo mutilaron del brazo y otras partes y lo desecharon entre almohadas y colchones viejos, sillas rotas, bancos destrozados y otros objetos usados e inservibles, dejándolo en el olvido. Casualmente, por aquello de la curiosidad, mi Amigo José Manuel, lo vio, me lo dijo y hoy está en un taller para su restauración y para volverlo a colocar en el sito de donde nunca debió ser quitado.
Y estos Cristos Rotos, aunque imágenes de piedra, me hicieron sentir extraño en esa Basílica de San Pedro en el Vaticano y su Museo donde se manifiesta el poder y la vanidad humana, en donde se manifiesta todo lo contrario al Cristo verdadero, a ese Cristo Roto por el desprecio que hacemos los humanos de nosotros mismos, a ese Cristo Roto y humano y rebelde que se rebela con todo lo establecido, por ser injusto, tachándolo de mentiras, falsedades, hipocresías e injusticias, y en donde su templo es la calle, o los mercadillos como El Jueves de Sevilla y permanece entre chatarras, zapatos viejos, botas militares, cinturones de cuero, cuadros de desechos, o almohadas y colchones viejos, sillas rotas, bancos destrozados y otros objetos usados e inservibles, donde realiza sus enseñanzas y muestra su cara más humana de un hombre comprometido y dado a los demás hasta que lo coge, lo atrapa, lo acurruca alguien y a solas con él, le cuenta sus miserias y su complicidad en los actos de su mutilación. Me sobrecogió tanta carga de riqueza material de una Iglesia que predica la humildad y la pobreza. Me embargó tanta rabia ver lo que estaba viendo, que lo vivido en esos días, me confirmó mi creencia humana en el Cristo Roto. Por eso, pasado los días y el tiempo suficiente que pudiera provocar el acaloramiento de tanta miseria en la exaltación de las riquezas y en todo el boato que conlleva ese Estado del Vaticano, que nunca debió existir como tal, me reafirmo en el que Dios es cosa de religiones y poderes facticos e interesados por unos pocos para dominar a los demás y creo firmemente en ese Cristo Roto de amor, rebelde, comprometido, amante de la justicia, rompedor, ejemplar con sus hechos, enseñante, cercano, verdadero y humano. Mi Cristo Roto. Mi Cristo y… si queréis que a este Cristo Roto, mi héroe, le llame Dios, lo hago en la creencia de su compromiso y entrega para con todos.
Las “religiones”, no me interesan y sus boatos, menos.
Simón Candón 16/04/2014