He oído que en Madrid existe un instituto para jóvenes “listos”. Desde mi punto de vista me parece una barbaridad. Y lo digo desde la experiencia, porque, si fuera un centro para jóvenes con necesidades especiales, sería lógico, pues trataría de ayudar a las personas con más dificultades para abrirse camino en la vida. Para “listos”,lo veo un privilegio de todo punto innecesario y peligroso, pues calificar a unos alumnos de listos, supone que existe otro pelotón de torpes; y las discriminaciones son siempre malas. Esa experiencia la viví como profesor en la década de los 60. Un equipo de profesores y educadores acudimos a un gabinete de Sicología y Pedagogía de Sevilla, para conocer mejor a los adolescentes y orientarlos para el futuro. El gabinete de Sicología al que acudimos era de gran solvencia. Nos aconsejó que lo mejor era aplicar una batería de test antes de comenzar el curso. Tendríamos una primera visión del grupo por su coeficiente intelectual, pero había que aplicar otros tests que informaran sobre la personalidad de los alumnos en el trabajo y en la convivencia. La experiencia se hizo con un grupo de cien alumnos de primer curso. Una condición indispensable era que la información de los coeficientes intelectuales fuera exclusiva para el profesorado, pero no para los alumnos. Con los datos podríamos hacer una división en dos grupos: los de más elevado coeficiente intelectual y los de coeficiente más bajo. Hablaríamos siempre del “Grupo A” y del “Grupo B”, pero no de listos y torpes, porque podría provocar un efecto pernicioso tanto en los de coeficiente alto como en los de coeficiente bajo. El listón de los conocimientos debía ser, además, igual para todos, de manera que no hubiera privilegios para unos ni exigencias para otros. De los cien alumnos, un 10 % acusó un nivel intelectual alto, con garantías de éxito en carreras de ciencias y letras; y un 40 % un nivel intelectual normal para las ramas que eligieran. Éstos, teóricamente, podrían orientarse hacia carreras de ciertas exigencias intelectuales. De la otra mitad, un 10 %, aproximadamente, tenían coeficientes intelectuales bajos; y un 40 %, más normales, que podían ser orientados hacia carreras menos exigentes y más acordes con trabajos manuales, como comercio o administración. La vida de cada alumno iría marcando las elecciones que debían hacer. Los cursos de Enseñanza Media nos darían los datos necesarios para orientar su futuro. Al terminar el curso, los alumnos del grupo “A” consiguieron resultados similares a los del grupo”B”. Y el 10 % de los alumnos con alto coeficiente intelectual, no se distinguieron demasiado de los que tenían coeficientes normales. Hubo que esperar varios años para llevarnos algunas sorpresas. La principal fue que los coeficientes intelectuales no eran tan indicativos como pensábamos para el rendimiento. Era la capacidad y disciplina de trabajo las que determinaban el éxito o el fracaso. Quedó claro que los profesores debíamos estimular más el trabajo que la capacidad de los alumnos por sus coeficientes intelectuales. Hace unos días, Geraldine Chaplin decía que su padre, Charles Chaplin, le repetía hasta la saciedad: “El arte no es nada, es el trabajo el que garantiza la obra bien hecha.” Lo mismo nos dice la experiencia. 23-02-2012
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