Actualidad - José Campanario - "Los Zingaros, la trompeta y la cabra"
Releer Platero y yo, es siempre motivo de satisfacciones. Mucho más cuando algún que otro pasaje te recuerda días de tu infancia, ya algo alejada, y te transporta por el sendero imaginario del tiempo, a experiencias vividas bajo el paraguas de la inocencia. Y es que Juan Ramón Jiménez, en lo que yo considero una de las obras magistrales de nuestra literatura, aparte de la gran riqueza literaria, nos hace vivir algo que tan sólo el espíritu libre y sin complejos del poeta consigue: la sencillez de la vida. Y viene a cuento porque releyendo el pasaje de los húngaros, que por cierto se semeja a determinados comportamientos actuales higiénicos-sanitarios con repercusiones olfativas de algún que otro foráneo, me ha hecho recordar lo que nosotros llamábamos en nuestra infancia los zíngaros. Los zíngaros solían recorrer los pueblos montados en un carro grande arrastrado por un esquelético mulo al que se le marcaban por falta de pienso, las costillas. Las patillas largas y el bigote de los hombres tocados con la mascota negra o gris y el chalequillo y la camisa de cuadros, hacían juego con los largos y coloridos faldones de las mujeres zíngaras. Y ambos, mujeres y hombres, tenían algo en común que llamaba mucho la atención: los dientes de oro. Yo no podía entender cómo les habían puesto unos dientes de oro a unas personas que eran tan pobres y también me preguntaba cómo sería el dentista que hacía aquellos dientes. Luego los niños, con cara de no haber comido en tres o cuatro días, y con los pies descalzos completaban la trouppe de artistas. Nuestros padres, sobre todos las madres, nos decían que había que tener cuidado que los zíngaros se llevaban a los niños.
Los zíngaros con sus cabras, sus trompetas, sus escaleras, sus sillas y sus cachivaches se adueñaban por un rato de las calles de nuestros pueblos. Montaban el improvisado circo en cuestión de minutos, en las aceras inexistentes de nuestros pueblos y entre sonidos desafinados de trompeta y alguna que otra pandereta a la que acompañaba de vez en cuando un tambor. La música, más o menos, que sonaba era el motivo que incitaba a la cabra a subirse a la mesita o a la silla, para marcarse un intento de pasodoble. Luego eran las filigranas de la niña, bastante canijucha por cierto, la que con sus contorsiones y alguna que otra voltereta en la pista de arena de la calle, nos dejaba boquiabiertos a los niños. Y solía finalizar el espectáculo con el pase de la pandereta entre los asistentes para que dejáramos alguna que otra moneda. Así de simple era el tema y así de ganaban la vida: malviviendo por estas tierras. Los siguientes días eran para que en nuestros juegos, pelotazos aparte, nos diéremos algún que otro costalazo al intentar las imposibles volteretas que hizo la niña zíngara.
Pero había algo que nadie podía arrebatar a los zíngaros: la libertad. Iban y venían por donde les apetecía, sin que nadie pudiera anclar sus vidas, libres de autopistas informáticas, a ningún puerto. |