Actualidad - José Campanario - "Triste Navidad"
Nos invaden días de trajín, fiestas, comidas y celebraciones familiares; también de compromisos sociales y de trabajo. Y es que no podemos olvidar que el ser humano es fundamentalmente social, es decir que vivimos en sociedad, para lo bueno y para lo malo. Vienen a la mente los recuerdos de nuestros primeros belenes, el musgo, que nos mojaba las manos y nos las dejaba heladas, cogido en las tapias y corralones a la salida del pueblo, el serrín pedido en la carpintería, las piedras más redondas y bonitas recogidas entre todos los niños. Y es que hace algunos años, los niños podíamos salir, sin peligro, por todo el pueblo y sus alrededores. No había tanto coche y menos tanto conductor temerario, por llamarlo suavemente. Tampoco era un peligro el candelón en medio de la calle y el coro de campanilleros cantando beben y beben y vuelven a beber , mientras se remojaba el mantecado o el mojón de gato, como le decíamos a los alfajores, con la copita de anís.
Eran días de amasar los mantecados, los polvorones, los bollos rellenos de pasas y almendras, ponerlos en los barreños de cinc y portearlos al horno de la panadería para cocerlos. Esos dulces hacían las delicias, y a la vez lujo único permitido para muchos de nosotros, de los desayunos y meriendas durante unos cuantos días. Y era cenar pollo en salsa, mucha salsa para mojar el bollo y chupetearnos los dedos.
Los reyes, aparte del carbón dulce que era lo más baratito, se dejaban caer con alguna que otra pelota de goma, la muñeca de cartón, un camión de madera que los reyes habían dejado en casa de la tía que vivía en el pueblo lejano al que íbamos una vez en verano, aprovechando la temporada de trabajo de nuestros padres, y algún que otro pantalón y jersey de lana. Las bicicletas, balones de cuero y casas de muñecas eran artículo de lujo tan sólo al alcance de los niños de la calle real o de la avenida principal del pueblo. Nosotros, los niños de los trabajadores, nos teníamos que conformar, porque no teníamos otro remedio con jugar al fútbol con el baón de cuero, cuando nos dejaban los niños ricos porque sus padres estaban distraídos, o se lo hacían, para que sus niños pudieran jugar.
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¡Qué cambios en nuestros pueblos! Estos días son ahora dias de fiestas, gastos innecesarios, derroche a pesar de la crisis. Ahora se come turrón en las variedades más insospechadas, mazapanes de montoro, bombones, licores y vinos que procuramos comprar de los caros, y que se enteren los vecinos, y delicatessen (podríamos traducir por chorradas que se comen). Ahora se estilan los almuerzos de trabajo (y en muchos casos cenas y las copas siguientes), regalos de estuches con dos o tres botellas, maletines de cuero de ubrique y bagatelas singulares con la que deslumbrar al compromiso con el que tenemos la obligación de cumplir, la celebración de fin de año en el hotel de 5 estrellas (250 euros el cubierto, los papelillos y matasuegra) o en la casa rural de la sierra
Los regalos a los niños, en Reyes y Papá Noël (ese intruso extrajero impuesto por la cultura anglosajona), no solo nos cuestan un riñon y parte del otro, sino que nos dejan en números rojos para los tres meses siguientes. Los ordenadores, equipaciones originales de fútbol (para engrosar las cuentas del astro extranjero), etc. forman el batallón de los regalos normalitos, y en muchos casos el billete de 200 euros sustituye la dádiva porque como el niño tiene de tó Pero siempre nos ocurre: el brillo aparece en nuestros ojos y amenaza con mojar la mejilla cuando recordamos a la persona que ese año no comparte nuestra felicidad. Bueno, pues a pesar de todo
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