LA PAELLERA 

Sofreir ajito y pimiento, dorar la carne, hacer el sofrito de tomate, mezclar las partes correspondientes de arroz por comensal, añadirle el agua en la que hervistes el marisco y ponerle un chorreoncito de vino, su hojita de laurel, el pimentón y la salsafina no debería de ser un problema si se tratara de una paella para tres o cuatro, añadiéndole las gambas o los langostinos cuando esté el arroz en su punto, pero cuando la paellera es como una placita de toros, en la que los trocitos del pollo corretean a lo largo y ancho detrás de los ajitos y los pimientos, picoteando los granos de arroz mientras se revuelcan en el tomate, y rehuyendo de la espumadera creyéndose que es el varilarguero o el pinche subalterno de turno que va a darle una larga cambiá o lo va a rehogar, la verdad es que todo aquello cambia, empezando por los condimentos y sus proporciones.

Ya no puede ir uno de señorito, sino enfundarse el traje de faena con un gorro como montera encajado hasta las cejas para que no caiga en el arroz ni una pestaña, en vez de una espumadera para mover aquello hace falta una pala, porque hay que mover como un arenero cualquiera catorce cabezas de ajos, dos kilos de pimientos, una docena de pollos y paquetes de arroz para medio regimiento. De vino una garrafa de dieciseis litros para darle gustito, y de gambas una caja entera de aquellas de bajo guía que venden con su hielo en esas cajas de polieuretano.

Si el cocinero no es un profesional la paella no tiene garantías o se queda el arroz duro, o hay que darle unos salvavidas a los langostinos para que no se ahoguen en el caldo. Por eso en donde se pone un profesional de menú largo que abastece esas largas colas de selfservice que se come uno lo que pueda por siete euros, postres incluidos, que quiten a un aficionado que no está acostumbrado a lidiar en plazas grandes con corridas de peso y de garantías.

Paladas por aquí movidas para allá, toques suaves y justos a la temperatura y tiempo adecuados para que el arroz se afiance, ni caldoso ni seco, en su punto, rodeando a la carne y a los langostinos, arroz por albero mostrando los pimientos morrones como rayas del tercio de varas, y dejándose tapar por el papel de periódico para que repose, a modo de pañuelos que cubre un graderío, a la espera de que el señor presidente en este caso el anfitrión, dé el visto bueno y comience la jarana, el degusteo, los piropos al cocinero no quedando en los platos nada más que la caña de lo que fue un muslo de pollo y el traje de los langostino.



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© "Los niños de Juan Manuel" - Junio 2009"